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Otra oportunidad

Las puertas del paraiso fueron abiertas de nuevo. Por algún tiempo (nadie sabe exactamente cuánto) podrán entrar todos los que perciban que esas puertas están abiertas.                        Paulo Coelho

 

Otra oportunidad

A excepción del horroroso sueño que tuve esa  noche, el día se presentaba como cualquier otro.
A las siete en punto resolví levantarme, me afeité con pereza y realicé los quehaceres propios del cuarto de baño. Como siempre  salí de casa sin desayunar y me dirigí al trabajo.


La mañana de Ushuaia resultaba agradable. Septiembre de 2012 se había presentado con una calidez poco común. No frío, no viento, en verdad agradable.

Samantha, mi vieja ovejero belga, no pareció notar mi presencia. Continuó dormida junto a la puerta de salida, obligándome a dar un pequeño salto para salir de casa.
Ante la necesidad de abrir el portón y calentar el motor del vehículo, preferí llegar a mi trabajo caminando. Después de todo sólo seis cuadras me separaban de él.


Pocos autos transitaban por la calle Gobernador Paz.  Aún faltaba media hora para el ingreso a las escuelas, de modo que apenas podían verse  unos pocos jóvenes caminando. Llegue al trabajo algo temprano. Tuve que utilizar las llaves dado que fui el primero en llegar.


Encendí la computadora, la radio y la luz de mi escritorio, nada funcionó. Repasé mi agenda y revisé la bandeja de mi despacho.

Por suerte había firmado todo el día viernes y sólo tenía que revisar un viejo expediente que el cansancio del último día de la semana me había obligado a dejar pendiente.
Abrí con cierto desgano el documento y vi un pedazo de papel que decía "ver foja 98" un aviso que había dejado el viernes pasado, previendo que el fin de semana me haría olvidar a que parte de la lectura había llegado.


Poco a poco el personal comenzó a retomar sus tareas. Comenzaba a escucharse el bullicio de la gente, prodigándose saludos,  comentando lo atípico del clima y las cosas que vivieron durante el fin de semana.


Durante años esa rutina fue la misma, pero, a diferencia de antes, ese día no me fastidiaba. Muy al contrario -extrañamente- me parecía razonable que la gente se salude, comente sus actividades de fin de semana y pregunte por los hijos de sus compañeros de trabajo.


Me sentí confuso, dado que ese  no era  mi pensamiento  habitual (casi toda mi vida esas "charlas vacías de contenido" me parecieron una absoluta  pérdida de tiempo. Siempre pensaba, a ¿quien le puede importar lo que hice o dejé de hacer el sábado y domingo pasados?).


De todas formas, la mañana continúo sin sobresaltos. El teléfono pareció haberse descompuesto dado que no me pasaron una sola llamada en cuatro horas. Y para mi gozo, ¡nadie había venido a mi despacho en toda la mañana!. Y eso si que era increíble.
Nadie había golpeado la puerta para consultar nada y mucho menos para entablar esas conversaciones vacías que casi terminaban por enfermarme.


Dos observaciones quiero agregar: una, sobre mi obstinada sed de soledad, otra sobre mi impaciencia ante quienes abusan de la palabra.
Esta última actitud (muy común entre los seres humanos) me produce un profundo fastidio. Adoro el silencio y, ante la necesidad de romperlo, admiro a quienes tienen poder de síntesis.
-Si-  -no-  -aquella palabra justa-  -un gesto-, ello es suficiente. Deploro a quienes hablan en demasía y una vez terminado su relato lo vuelven a narrar con otras palabras.


De cualquier forma, debo confesar que me inquietó el simple hecho de no haber sido molestado. ¿Acaso podían prescindir de mi presencia? ¿O es que nada podría yo aportar a la solución de las numerosas causas que se tramitan en el Tribunal?


Por un momento me sentí turbado. Y por primera vez advertí que no había visto mi rostro reflejado en el espejo al momento de afeitarme. También reparé en la calidez del tiempo, en la ausencia de viento, en la falta de llamados telefónicos y de visitas inútiles en mi despacho.

En verdad, no me resultó muy difícil sentirme confundido, algo había cambiado y ya pasados los cuarenta y cinco años, todo cambio es un símbolo detestable del paso del tiempo. El reloj, indicando las doce del día, logró sacarme de mi oscura reflexión. Apagué la lámpara del escritorio (que no había encendido), me puse el abrigo y me dirigí a casa.

Bajé las escaleras.
-Ya vuelvo- dije como de costumbre al pasar por la oficina de Mesa de entradas. Pero nadie respondió.
Todos parecían estar ocupados. Muy ocupados.

Sin embargo, a diferencia de otros momentos, cada uno estaba en su escritorio sin hablar. Sólo una de las chicas dio vuelta su cabeza mientras decía -llamo, llamo y no contestan-.
De cualquier forma, nada me llamó la atención, salvo que advertí que mi secretaria no había concurrido a su trabajo.
Continué mi camino a casa. Intenté acortar el viaje abstrayéndome en mis pensamientos. Fijé mi vista en la bahía de Ushuaia e imaginé aspirar la energía del  paisaje.

Una vez más dudé si mi casamiento con la soledad había sido la mejor decisión -tal vez debí pensar en el futuro- me dije como un reproche.
Sabido era que los hijos crecen, deben ir a la universidad, hacen su vida y poco a poco se van alejando.
Era previsible que en poco tiempo mi rutina de padre divorciado acabaría. Que esos fines de semana con mis tres hijos en casa se esfumarían. Que poco a poco los amigos, las novias, el estudio y la vida les mostrarían caminos diferentes. Y así fue...

Deseché oportunidades de vivir. Rechacé amores y amistades y acepté casarme con la soledad.

Mi mayor pecado ha sido dejar pasar las oportunidades. Su consecuencia, la infelicidad.

La acepté porque ella me entendía y cobijaba.
Junto a ella no existían riesgos. Ella espantaba toda posibilidad de traición, ella alejaba el dolor de un amor no comprendido o desgastado por la rutina, me cuidaba del temor a que la gente cambie.

En fin, la soledad era una buena compañera.
Nada reprochaba, nada exigía, se ocupaba que nada cambie y con ello evitaba el áspero sabor de la nostalgia.

-Hay soledad, amada mía, ¡como decirte que no en aquel momento!-

Pero el matrimonio con la soledad también cambia.
La vida es pura pelea y un guerrero sin lucha se va desvaneciendo. Pierde antes de comenzar el combate. Pierde. Pierde. Pierde y eso la soledad no lo advierte.

¿Que sentido tiene tener capacidad de amar si no se ama? ¿Cómo saborear la victoria si no se padece la derrota? ¿cómo agradecer la luz si no se estuvo en la oscuridad?

La soledad no habla del amor, de la victoria y de la  luz. Solo te enseña el temor. No  permite advertir cuantas cosas perdemos tan sólo por miedo a perder.
Tal vez la soledad pueda ser una buena amante. Pero no la mejor compañera.

El camino  a casa, lleno de pensamientos, se hizo breve. Luego de traspasar la última esquina apresuré el paso. Al llegar, pude ver a mi vieja ovejera belga durmiendo ante la puerta de rejas. No pareció advertir mi presencia y sólo atinó a mover sus orejas, como percibiendo algo normal, poco digno de su preocupación, (a su edad sólo abría sus ojos por cosas excepcionales y eso mostraba en el animal más sabiduría que en  su dueño dado que éste los había cerrado para siempre).

La costumbre me llevó directamente a la cocina, pero en realidad no tenía hambre. Prendí la tele. Pero de inmediato la apagué. Sentí fastidio por las imágenes de los noticieros del mediodía.
Siempre lo mismo. Hace tiempo ya que las personas han dejado de creer en sí mismas. Yo mismo soy víctima de ese descreimiento.


La razón  ha dejado de dar motivos para seguir viviendo, y también yo fui afectado, tentado por la depresión.
La duda ha conquistado al mundo de los hombres. En todos lados se ve y se oye la duda. Hace rato que ella gobierna asesorada por la destrucción, la mentira y la violencia. Todo es desesperanza, displicencia, cinismo y escepticismo.
Y en torno de ellos, los hombres justifican todo.
-¿Para que te vas a meter?-, -¿vos crees que con eso vas a cambiar el mundo?-, -el poder político es enorme, ¿qué podemos hacer?-, -si no lo haces vos lo hará otro-, -no quieras hacerte el Quijote-, -no puedes enfrentarlo, nada cambiarías-, -la corriente viene en contra ¡y con troncos!, ¿vos crees que podrás vencerla?-, son algunas de las frases con que un perverso sistema se autoalimenta.

La economía perdió su rumbo. Ya no órbita en torno al hombre.
El centro del "nuevo sistema" es la corrupción, un dios que demanda  sacrificios humanos bajo la forma de rentabilidad. En su adoración ha sido robado el pasado de los ancianos y el futuro de los niños.


¡Sálvese quien pueda! (grita nuestro enano hipócrita, alimentando un sistema en completa agonía, proyectando el egoísmo en sombras multicolores). Miseria, hambre y desocupación, convirtieron a la ciencia económica en un misterio sin solución, y convencieron al hombre que ya no vale la pena hacer nada.
Comenzaron a decir que el mundo se globalizó. Lo llamaron "la gran aldea" acudiendo a esa imagen para que los hombres imaginaran un nuevo paraíso. Pero no enseñaron que el nuevo sistema sería habitado por globalizadores y globalizados. Aquellos con mucho. Estos con poco.

Todos aceptaron el nuevo término, casi sin entenderlo. Algo tan extraño como el pecado original.
Unos pensaron que en torno de la globalización el hombre sería solidario. Otros avizoraron un mundo más humano en torno de la igualdad.

Pero los iniciadores del nuevo ordenamiento iban solo en busca de su expansión, nivelando para abajo, más y mas. Devaluando al hombre y revaluando sus riquezas, empujando al sistema a un suicidio sin pena ni gloria.
No puede haber globalización sin antes nivelar la riqueza. Pero ello no fue advertido por los economistas.

Por eso ya no quiero ver la televisión. Es suficiente con que me acueste con malas noticias y me despierte con noticias peores. Por eso la apagué.

Sin apetito, sin ganas de ver televisión. Que podía hacer para evitar la tentación de volver de inmediato al trabajo (confieso que siempre tuve adicción al trabajo y mis últimos años mi tarea se convirtió en una obsesión).
¡que imbécil! Llegar a creer que desde mi escritorio podía lograr un mundo mejor.

Solo un demente puede pensar que la corrupción puede ser vencida desde un miserable escritorio. Tardé años en darme cuenta que formaba parte de ese sistema sucio. Años en ver que solo era una excusa utilizada por los malos políticos de turno para hacer creer a la gente que estaban haciendo todo bien. Años convencido que podía impedir que hicieran las cosas que no debían hacer. Años comportándome, sin saberlo, como un obispo corrupto bendiciendo malas acciones dándoles visos de legalidad.
 Fue como estar muerto durante años sin darme cuenta de ello.

-Toda mi gestión es controlada por el organismo de control-,  -El expediente completo ha sido revisado por el Tribunal-, -No tomo ninguna decisión sin antes consultarla con el Tribunal-, -He pedido al Tribunal que intervenga preventivamente en los expedientes-, -Yo quiero que el Tribunal me controle-, -Yo acepto la decisión del Tribunal-, todas ellas, remanidas frases que  los malos políticos escupen burlonamente a la gente. Mientras, entre bambalinas hacen sentir la fuerza ilimitada de su poder.

Han tomado toda clase de precauciones para dominarlo todo. Han legislado con extremo  detalle los límites de quienes pueden convertirse en escollo a sus decisiones.
Si no la tienen, compran la mayoría en los poderes colegiados para garantizar su completo control.
Ellos saben y hacen saber que tienen todo bajo completo dominio.
Saben que también uno es un personaje más en el sucio juego. Se adueñan de la impunidad porque se adueñaron de quienes pueden aplicarles penas. Sea con temores o riquezas. Aprovechando la cobardía o la ambición.

Sin apetito, sin ganas de ver televisión, sin convicción para volver de inmediato al trabajo. ¿Que podía hacer sino hecharme a dormir un rato?.
Como un autómata subí las escaleras tan distraído que, no advertí que el espejo que está en el descanso de la escalera no reflejaba mi rostro.   
Todo  transcurría  en  una atmósfera de paz,  donde el  tiempo  no   lograba transcurrir, donde todo a mi alrrededor parecía haber perdido peso.


Al girar para entrar al dormitorio advertí en él la presencia de dos personas, una de ellas sobre mi cama, acostada, pálida, inmóvil, se parecía en mucho a mi.   
Sentada a su lado, una mujer llorando. Su hermosa figura reflejaba colores diferentes. Tardó algún tiempo en notar mi presencia.
-¡Por fin!- dijo ella con una dulzura impropia de un ser humano, mientras en su boca se dibujaba la más bella sonrisa que jamás haya podido ver.

Solo uno de los cuatro diarios del día siguiente se hizo eco de la noticia.
En un pequeño artículo impreso en página par, bajo el título Extrañas muertes en Ushuaia, daba cuenta de la muerte del presidente del Tribunal de Cuentas de la Provincia y su secretaria.

Pedrovivo
Ushuaia, 28 de Julio de 2000

 

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